Ya casi al ocaso, alrededor del estanque Ariana en el centro de Sofía, empieza a congregarse gente joven justo al lado de la estratégica encrucijada llamada Orlov Most (El Puente de las Águilas). Algunos acuden en bicicleta, otros vienen a pie trayendo a sus mascotas. Hay también muchos niños. Se congregan para una nueva protesta contra la construcción de nuevas obras en alguna de las pocas playas vírgenes que quedan en Bulgaria. Simultáneamente, en algún otro punto de la ciudades, gente de la zona correspondiente se congrega en contra protesta con la esperanza de que la autorización de las nuevas obras, aunque fuera en lugares vírgenes, significarían para ellos puestos de trabajo. Por otro lado, asociaciones de empresas constructoras y copropietarios de parcelas en la zona en cuestión repudian la ambición del “pulpo verde” (como llaman ellos a los ecologistas), de “anexionar el litoral búlgaro”. Hemos visto en reiteradas ocasiones semejantes concentraciones y protestas, y seguramente seguiremos viéndolas una y otra vez. Son actos que dan la sensación de algo ya visto y sugieren que algo en el país está mal.
¿Acaso los ambientalistas han de estar continuamente al acecho para detectar decisiones ilícitas de los gobernantes por las que son autorizadas obras en zonas naturales protegidas, o incluso la entrada de excavadoras en semejantes zonas sin ninguna autorización? ¿No es acaso esto tarea de los correspondientes ministerios y demás instituciones públicas?
Hoy somos testigos de nuevas protestas de este tipo, en defensa de la playa virgen de Karadere. Al más alto nivel, el Consejo de Ministros aprobó hace una semana las intenciones de invertir justo en el linde de la playa virgen de Karadere y construir allí un gran conjunto turístico cuyo territorio se solaparía con el de dos zonas protegidas de la red Natura 2000. De no haber notado el breve apunte sobre esta aprobación en el estenograma de la reunión mantenida por el gabinete unos días atrás, el proyecto hubiera proseguido su camino a la realización.
Tras la protesta relámpago organizada por los ambientalista, varios ministros se dieron a la tarea de explicar que la luz verde al proyecto dada por ellos es solo inicial y que en Karaderé no se construirá nada sin contar previamente con una evaluación del impacto de la obra en el medio ambiente.
¿Hemos de darles crédito? Una réplica del Ministro de Economía y Energía, Dragomir Stoinev, relativa a la fecha concreta del inicio de las obras (el 3 de septiembre próximo) provoca dudas en muchos ciudadanos. Expertos afirman que la valoración del impacto de la obra sobre el medio ambiente requiere seis meses como mínimo. Además, de momento no ha sido depositado un proyecto claro de la futura obra, a lo que cabe agregar la escasa claridad en torno de los inversores off shore apoyan el proyecto, algo que de por sí es un tema de largo hablar.
Hablando metafóricamente, la virginidad de la playa Karadere ha sido protegida hasta ahora por las armas. Hasta hace 20 años ese terreno fue polígono para ejercicios de las Fuerzas Navales del Pacto de Varsovia. Una vez restituidos a sus dueños de antes de la nacionalización, los terrenos fueron comprados rápidamente por empresas constructoras que ahora pretenden recuperar sus inversiones.
La idea de construir allí un extenso conjunto turístico data de 2007. El proyecto inicial, diseñado por el renombrado arquitecto británico Norman Foster, prevé edificar gran número de hoteles y de viviendas sobre un terreno de 120 hectáreas. El proyecto se ajusta bastante a los estándares ecológicos, a diferencia de muchos otros centros turísticos en el litoral búlgaro, y armoniza en alguna medida con su denominación de “Parques del Mar Negro. El problema es que ocuparía algunos territorios incluidos en Natura 2000. Por motivos objetivos (protestas cívicas, crisis económica, etc.), el proyecto inicial no se realizó.
Su nueva versión es de menor envergadura. Las obras se extenderían sobre 25 hectáreas, habría solo tres hoteles y 1200 viviendas, pero el problema es que, aún así, el proyecto invade zonas de Natura 2000 y no cuenta con valoración de su impacto ambiental. Además de estas dos circunstancias, lo que ha movido a la gente a volcarse a la calle en protestas es que Karadere es una de las pocas playas vírgenes que quedan en Bulgaria, que se pueden contar con los dedos de una mano. ¿Acaso los aficionados al “veraneo salvaje” en medio de la naturaleza no tienen los mismos derechos que los amantes del confort hotelero?
Y, por último, ¿acaso el Estado, que es el dueño de la franja playera, no debería asegurar al menos en algunos sitios la posibilidad de que podamos contemplar el panorama marítimo libremente y no “enmarcado” por los hoteles”? Es una de las tantas preguntas pendientes que plantean los ecologistas.
Hay otra interrogante más y es ¿por qué han desaparecido la infinidad de camping existente antaño en la costa búlgara del Mar Negro? Este modo ecológico de veraneo es bastante económico y sigue teniendo muchos aficionados en Bulgaria y en todo el mundo. El problema está en que es menos rentable para los empresarios, que prefieren los cuantiosos ingresos del turismo hotelero convencional. Por otro lado, los antiguos camping en Bulgaria no contaban con suficiente infraestructura. Corresponde a los ayuntamientos edificarla, pero éstos carecen de fondos para tal fin en sus presupuestos. Son dos factores que han ayudado la paulatina desaparición de los campings y su transformación en modernos centros de veraneo urbanizado.
Versión en español por Raina Petkova
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