La Semana Santa o la Semana de la Pasión de Jesucristo es la última antes de la Pascua de Resurrección. Es la más rigurosa antes del término de la Gran Cuaresma que prepara a los creyentes para la Resurrección de Cristo. Comienza después del Domingo de Ramos y termina con la Pascua de Resurrección. En los primeros tres días la Iglesia recuerda la última estancia de Jesucristo en Jerusalén.
En las misas que se caracterizan por los cánticos de arrepentimiento se leen fragmentos especiales del Evangelio. Las puertas cerradas del altar simbolizan la separación del Reino de Dios, mientras que los hábitos de los sacerdotes son de colores oscuros, habitualmente de morado, el color del arrepentimiento.
El Lunes Santo el Evangelio cuenta cómo el Hijo de Dios entró en el templo de Jerusalén y lo encontró lleno de comerciantes. Cristo se puso furioso, derribó sus mesas, los echó del templo ya que el templo es un lugar para orar y no para comerciar.
En este día la Iglesia glorifica a José de quien la Biblia cuenta que era uno de los 12 hijos del patriarca Jacob del Antiguo Testamento y su favorito, quien vivió alrededor del siglo XVIII antes de Cristo. En la antigua Judea llamaban patriarcas a los líderes del Sanedrín, el tribunal supremo de los judíos.
José fue vendido por sus hermanos a comerciantes que viajaban a Egipto ya que ellos le envidiaban. Allí, en el país extranjero, él tuvo que afrontar muchos retos, pero el faraón le dio gran poder y lo convirtió en la segunda persona más importante en su reino. Igual que José, Jesucristo fue traicionado por sus compatriotas a los romanos, fue torturado y sufrió por los pecados de los hombres.
En este día la iglesia recuerda la simbología de la higuera sin fruto que fue maldecida por Dios y se secó. “Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego”, decía Jesucristo. De esta manera los cristianos son llamados a obrar bien, a amar las virtudes y a perfeccionarse en la fe.
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